El jardín
Muy pocas cosas me hacen reír en soledad: la risa debe de ser en mí un rito social, porque cuando estoy solo me sale poco. Pero de entre esas escasas risas hay tres que no me fallan: ciertos videítos de Violencia Rivas, el descubrimiento de alguna metáfora suculenta cuando escribo y la aparición de la primera flor en mi jardín. Una alegría radiante. Y me río. Yo soy medio agnosticote, pero mi mujer, que es de fe, suele hablarme del concepto de la gracia, la manifestación de lo sagrado. El humor, la poesía y las plantas deben ser el módico altarcito que venero.
Para ser feliz un rato, emborracharse. Para ser feliz una semana, hacer un viaje. Para ser feliz un año, casarse. Para serlo toda la vida, cuidar un jardín. Así dicen los chinos, tan proverbiales siempre los tipos.
Grandes, los chinos. Una verdad grande como un ombú: de nada disfruto tanto como de la jardinería. Y nada le va mejor, estoy convencido, al trabajo del escritor. Le siguen, cerquita, los gatos, pero quedan segundos ahí: jardín y escritura son el par maestro. Y analógico: crear una pequeña utopía y habitarla. Recorrerla a diario metiendo mano aquí y allá. Sembrar. Componer. Podar. Sacar hojarasca. No hay nada de lo que hago con las manos en tierra que no encuentre su semejante con las manos en tinta. Y encima se alternan en secuencia deliciosa. Dejar el papel para ir a la tierra y volver al papel.
Creo mucho en la mano verde. No es un invento de las viejas ni una cursilería. Es el contacto profundo y paciente con lo lento y lo silencioso. Nada de quieto ni mudo: eso es ingenuo. Se mueven y hablan, sólo que hay que saber escuchar y tener paciencia. Saber escuchar y esperar el crecimiento de una imagen: de nada sabemos mejor los dramaturgos. A lo que llamamos allá mano verde, le decimos acá buena pluma: gemelos separados al nacer.
Retoco la proverbialidad oriental: Para ser feliz toda la vida, cuidar un jardín mientras escribo.
Mauricio Kartum
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